sábado, 4 de junio de 2016

LOS TRABAJOS NOCTURNOS - Amalia Jamilis

Título: Los trabajos nocturnos
Autor: Amalia Jamilis
Diseño de tapa: Isabel Carballo
Editorial: CENTRO EDITOR DE AMÉRICA LATINA
Colección: Narradores de Hoy
Tomo: 7
Páginas: 111
Año: diciembre, 1971       


























Amalia Jamilis nació en La Plata en 1936.
Antes de Los trabajos nocturnos, su tercer libro,
publicó otras dos selecciones de cuentos:
Detrás de las columnas (1967) y Los días de suerte,
que obtuvo el Premio Emecé en 1968. Sus cuentos
figuran en antologías hechas en el país y en el extranjero.







ÍNDICE

Acuario
Último baile
El otro lado de la plaza
Las plagas
Después del cine
Casa en que vivimos
Desde el balcón
Los trabajos nocturnos
Los parques cerrados


ACUARIO

Entrarás de golpe, Sebastián, y fruncirás las cejas en un signo de mal humor. El aire de la habitación te parecerá irrespirable. Las ventanas, cerradas durante la noche, conservarán los olores entremezclados del sueño, de las algas y de los pescados. Enseguida mirarás hacia la cama.
   Rígida, cautelosamente, como si hubieras tenido miedo al hacer cualquier movimiento de impregnarte con aquellos olores, te volverás y mirarás. Entonces, Sebastián, verás dos cosas: que julio ha roto el acuario y que no contesta, como cuando tenía cinco años y había volcado un tintero y vos le gritabas lo torpe que era.
   A veces, es cierto, yo misma llegué a pensar que nuestro hijo estaba verdaderamente loco.
   El día en que golpeaste la mesa con el puño aullando, basta de vagabundear haciéndote el artista y Julio se puso blanco, como si se le hubiera ido ido la sangre de la cara, y te juró que de allí en adelante trabajaría en el negocio, ese día, Sebastián, él subió a mis cuarto de costura, me miró largamente y con una voz desconocida, aguda, casi femenina, dijo: quisiera tener un acuario y en ese acuario criar un narval y mirarlo, mirarlo todo el día.
   Yo, Sebastián, no sabía, no sé todavía bien qué es un narval. Creo que es una especie de enorme delfín provisto de un cuerno a manera de defensa, adherido a la mandíbula. Algo grotesco que recuerdo de mis días de escuela normal, de mis clases de zoología.
   Cuando Julio me habló de ese modo me pregunté si, como vos se lo decías a menudo en todos los tonos, sugerente, persuasivo, amenazador, no estaría a punto de enloquecer. Le contesté tomando el asunto en broma:
   -Querido, el narval debe medir unos cinco metros. Conformate con una pecera. Va a quedar muy bonita en tu cuarto.
   Julio largó una risa desorbitada, que yo tomé como expresión de asentimiento y alegría.
   La pecera era de enormes dimensiones, la más grande que pude encontrar. En cuanto Julio la vio dijo:
   -Un acuario doméstico. - Y mirando a los diminutos pescados que mordisqueaban algas o nadaban, con ese aire remoto y abstraído con que nadan los pescados adentro adentro de las peceras, empezó a enumerarlos con una enumeración absurda y desproporcionada: platija, rodaballo, sábalo. Nombres todos de peces gigantescos que sólo viven en el océano. A una culebra de cándido color coral que se deslizaba entre las plantas la llamó anguila y cuando le pregunté si estaba conforme soltó otra risa espeluznante y me dejó con la boca abierta.
   Sin embargo, en los ratos libres que le permitían los ensayos, se ocupaba de los peces. Les daba comida o simplemente se quedaba horas y horas abstraído delante de ellos, recitando parlamentos de la obra que iban a representar.
   Vos, Sebastián, que siempre fuiste intolerante con la pasión de Julio hacia el teatro. te hubiera enfurecido hasta el descontrol al ver cómo perdía sus horas frente a nuestro acuario doméstico.
   No sé si fue debido a ese ritmo irregular que llevaba su vida últimamente, pero lo miraba sentado en su cama, con el libreto en las manos y, bajo la masa de su cabello dividido en dos bandas oscuras, como suelen usar ahora los muchachos, el rostro aparecía fino y extenuado, casi triangular, y los ojos inquietos que seguían el movimiento de los peces, tenían un aire mortuorio.
   Parecía una criatura prematuramente envejecida y yo temía que esa noche vos lo injuriarías, como ocurría casi siempre, diciéndole que era un inútil y un vagabundo y que, en lugar de perder el tiempo en idioteces, te ayudara con el negocio y se hiciera de dinero y de un porvenir.
   Yo trataba de entenderte, Sebastián, trataba de recordar con cuánto esfuerzo llegaste a poseer tu almacén de ultramarinos en Constitución. Recordaba tu calma y tu frialdad, tu modo admirable de comerciar, casi gozando esa visión de licores con etiquetas escocesas y pilas de latas de conserva.
   Pero Julio me conmovía. Sus proyectos acabaron por ser de los míos y lo imaginaba lleno de fascinación la noche del estreno, aunque en el fondo sabía muy bien, porque él me lo había contado muchas veces, que a los estrenos iban sólo los amigos y alguno que otro paseante ocasional que entraba para curiosear dentro de ese zaguán mal iluminado, lleno de afiches y fotografías estrafalarias, que procedía al sótano desmantelado donde representaban.
   Eso el día del estreno. Después continuaban dando sus funciones con la sala vacía y vos le preguntabas en las sobremesas a Julio ¿qué ganás con eso del teatro? ¿Qué encontrás en esa vida? Y seguías siendo el hombre calmoso y frío que se movía entre los ultramarinos con seguridad, con ese equilibrio que sólo adquieren con los años las personas que nunca han perseguido nada abstracto, pero dentro de tu calma y frialdad permanecías agresivo y petulante, y yo tenía miedo de que todo terminara con tu puño golpeando la mesa, mientras los platos saltaban y Julio apoyaba la frente sobre una mano y bajaba la vista al mantel, en un gesto muy suyo que me dolía hondamente.
   Ayer, Sebastián, nuestro hijo volvió con el asunto del narval. Otra vez pensé que enloquecía. Me dijo:
   -El marfil de su doble defensa, ese cuerno que tiene en lo que sería la frente, es muy buscado. También es muy buscada su carne por los malayos. Los malayos consideran su carne muy agradable.
   Tomé al vuelo su mirada que siempre me pareció tan dulce: ahora aquella dulzura se había acentuado, me era insoportable.
   Pensé que Julio precisaba un régimen de comidas muy nutritivo y unos quince días en las sierras. Se lo dije y me miró con lástima, como si yo fuera una enferma o una idiota.
   -Ahora no voy a poder -contestó-. Desde mañana empiezo a ayudar a papá en el negocio.
   Y antes de que tuviera ocasión de decirle nada más, salió corriendo y creí, me pareció, escuchar algo así como un sollozo.
   Cuando por la noche subí a su cuarto para llamarlo a la mesa estaba dormido y preferí dejarlo. Lo cubrí con una manta y me fui. Pero hoy, como debía ir temprano al negocio, lo llamé muy despacio, Julio, Julio, para que tuviera al menos un buen despertar, y no contestó.. Entonces me acerqué a su cama y vi en la oscuridad del cuarto el acuario roto, el agua corriendo debajo del ropero, las algas con su olor a humedad, los peces muertos con sus ojos plateados. También Julio tenía los ojos plateados y ese olor a humedad. Hubiese querido ordenar todo antes de que subieras a preguntar por su tardanza, pero escucho tus pasos porla escalera y sé que entrarás de golpe, Sebastián, sé que soltarás una injuria atroz mientras yo junto los minúsculos trozos de vidrio, las algas: todos estos pobres despojos que la acción del tiempo borrará en un abrir y cerrar de ojos.



ÚLTIMO BAILE

   No para que ellos bailen, los imbéciles, en aquel jardín adornado con faroles chinos. Ni siquiera para volver al Ebro con Mateotti y Pascual Montenegro y Veinteguitas. Ni siquiera para salir -pero eso antes, mucho antes, mucho antes- del negocio de la calle Libertad con mi padre, abrazando mi primer violín, que casi rompo de tanto apretarlo con esa emoción, y papá, el viejo, que me decía: usté tiene que salirme genio por lo menos con el chiche éste, y la parte superior del estuche me daba contra el escapulario que llevaba debajo de la camisa, un escapulario que mi madre me había puesto y que automáticamente me dotaba de no sé cuántas indulgencias, hiciera las macanas que hiciera.
   En Rivadavia y Granaderos, hacia el oeste, está todavía la Perla de Flores, donde Fiorentino me escuchó or primera vez. Casualidades, porque Fiorentino salía poco y nada del centro, sacando los días en que se jugaba pase inglés en Avellaneda, en una casa de Mitre al dos mil y pico que él nos hizo conocer, y después íbamos muchas veces con los muchachos y ahí nos conocimos con Pascual Montenegro y Pedro Norri, y a mí y a Mateotti nos cayeron en gracia, aunque de cualquier manera más tarde habríamos de separarnos por esa cosas que tiene la vida.
   Cuando aprendía en el conservatorio lo escuché a Luis Argentino Gallo y también a Oscar Alemán en una sala de baile de las cercanías, Cruz del Sur se llamaba. Me acuerdo que pensé, pobres tipos, tener que tocar en un peringundín de éstos, porque tocaban maravillosamente  o al menos a mí me parecía, y era una de las pocas veces en que yo había ido a escuchar jazz, sin saber que pronto me iniciaría de un modo diez veces peor.
   Empecé a tocar en los patios de algunas casas. Recogía las monedas que me tiraban desde las ventanas y le llevaba el producto a mi padre que invariablemente decía, usté ahora ya es un hombre que se gana la vida. Su madre puede estar bien contenta. Usté no es ningún atorrante, y yo debía tener entonces quince o dieciséis años y me gustaba en especial tocar en un patio de la calle Juncal, que tenía una enorme Victoria de Samotracia, medio verde a causa de las lluvias. Ahí la gente ya me conocía, me decían, pibe, tocate esto o esto otro: melodías como Canción sin Palabras o Padugah y hasta piezas que no estaban hechas para violín, aunque yo siempre tocaba lo mejor que podía y con gusto, porque no hay nada que se parezca más al fracaso que ese negar una cosa que uno no ve, como un trozo de música. Sobre todo si se pide desde una ventana de la calle Juncal, donde me trataban tan bien, sacando lo que tenía en sí de humillante el hecho de andar por los patios tocando el violín. De algunos tenía que escaparme como loco porque los porteros me tiraban baldes de agua o había inquilinos poco afectos o mocosos que se burlaban y fastidiaban a más no poder.
   Así fue. Fiore me oyó tocar en La Perla y le gustó. También lo escuchó esa misma noche a Mateotti, porque con Mateotti la amistad venía desde los primeros años del Conservatorio, desde antes, de la época en que íbamos a lo del maestro Barbera, y de ahí en adelante siempre nos enganchábamos juntos en las típicas y en los conjuntos de jazz, pero más en las típicas porque pagaban mejor, había más trabajo y también porque era otro público, un público de curdas y de quinieleros que a nosotros nos venía de medida por aquellos años.
   Pero nuestro verdadero aprendizaje debió empezar con el maestro Barbera, quien, sin embargo, nos hablaba de todo menos de música.
   En los tres años que duró esa enseñanza no dejó pasar un solo día sin profetizar que el comienzo de la guerra estaba cerca. Me acuerdo que la tarde en que desplegó el diario con la noticia de la declaración de Mateotti y yo sentimos paradójicamente una especie de alivio, porque así al menos nos dejaría en paz con sus vaticinios, que a nosotros no nos importaban, como la idea de la guerra en sí: un asunto ajeno e irreal que no nos concernía.
   La noticia estaba impresa a varias columnas en aquel diario, creo que era Crítica, y reaccioné con fastidio porque me pareció un exceso de gusto terrorífico aquellas letras en negrita, y abajo las amplias relaciones en cursiva, la voz del maestro que leía en un estilo falsamente militar, como poniéndose en el lugar del enviado especial.
   También nos daba, en lugar de las lecciones, unas excelentes rectas de cocina, muchas de las cuales seguí con buenos resultados en tiempos de Babi, hasta el punto de aguantar a la barra enfervorizada con mis pestos al estilo Barbera, en nuestro cuarto de la calle Venezuela.
   En otros aspectos nos adiestraba con fotografías, que entonces me exaltaban: ayuntamientos mixtos entre hombres, mujeres y animales o tomas simplemente distorsionadas mostrando tres figuras superpuestas practicando horrores, que hoy, si estuviera de ánimo para eso, me harían reír a mandíbula batiente.
   Subíamos por una escalera sobre la que alguien había colocado una alfombra que alguna vez fue roja. Llegábamos a la sala de espera donde siempre uno o dos chicos se lo pasaban jugando a las bolitas o a la encimada, hasta que el maestro Barbera terminaba con el último alumno. Había una larga mesa maciza, aunque desvencijada que daba lástima, y sobre ella un mapamundi donde Italia había sido marcada en rojo. Los postigos de la ventana estaban siempre cerrados, invierno y verano, y el género que cubría las sillas alineadas contra las paredes, se veía que hacía rato precisaba una jabonada padre.
   Sin embrago una tarde debíamos llegar más temprano con Mateotti, porque la sala de espera estaba vacía y no se escuchaba del interior ningún ruido. Mateotti se acercó, vaciló y luego, lentamente, empujó la puerta. Me llamó con un gesto y en su cara había algo que me hacía recordar las postales pornográficas, las cópulas bestiales.
   Mirando a través de la abertura veíamos ahora la habitación polvorienta, iluminada suavemente por una ventana con cortinas amarillas. Delante de la ventana había un diván y sentados en él, Barbera, con su talla corpulenta, y una mujer vestida con un traje ligero, de grandes flores rojas. La mujer se inclinaba sobre el maestro y le hablaba lentamente.
   Al primer golpe de vista parecía que los dos conversaban en calma, en una actitud confidencial, pero bajando la mirada caí en la cuenta de que ella tenía una pierna levantada sobre el muslo de Barbera y que una de las manos de él se perdía detrás, sobre las nalgas de la mujer, en la postura de quien aferra algo liso y esférico.
   Mateotti volvió a cerrar la puerta y nos sentamos frente al mapamundi con la certidumbre de que estábamos perdiendo algo, de que la vida se agitaba tumultuosamente más allá de los postigos cerrados, bajando hacia la calle sobre esa alfombra raída, lejos de los pasatiempos del maestro Barbera.
   En puntas de pie, para no llamar la atención, nos fuimos. No volvimos allí nunca más.
   Seguí tocando en los patios, hasta que tropecé con un tipo que me miraba de arriba abajo y escuchaba y escuchaba  todo oídos, muy serio. Era por Caballito, un lugar que llamaban pasaje holandés, en total una callecita angosta con las paredes emparchadas que se caían de viejas.
   Yo hacía así: un día tomaba el tranvía y me iba para el lado de Retiro, ahí donde estaba la Victoria de Samotracia verde de lluvia. Otras me iba para el oeste, en fin. A veces agarraba la avenida La Plata para el lado de Boedo: esos barrios tristísimos que algunas tardes parecen medio deshechos, sobre todo con la humedad o esas nieblas de mayo.
   El hombre me miraba desde la ventana en el pasaje holandés. Pibe, me dice, tocás polenta. No te gustaría tener un trabajo estable. Y yo, claro, conozco un amigo que toca la guitarra, si hay para él también, mejor. Cumplió. Durante seis horas diarias ejecutábamos ragtime y algo de Mozart delante del telón de un cine que pasaba películas mudas como cosa exótica. Había que ver la cantidad de gente que iba. Casi todos viejos y viejas que se acordaban de sus buenos tiempos, veinte o veinticinco años atrás.
   El principal era un pianista, un tipo de mal genio que siempre andaba a los insultos con nosotros. Pero aprendimos pronto a disimular. Teníamos dieciséis o diecisiete años, veíamos todo Chaplin, las románticas con Ramón Novarro y Janet Gaynor, aunque de todos modos lo mejor eran películas como Caligari, La escalera de servicio o La Última carcajada, donde los vampiros, putas y criminales andaban sueltos en casa, y nosotros dramatizábamos las sonatas de Mozart, en especial el pianista, que fuera de sus horas de trabajo era un tipo estupendo, lleno de proyectos, como el de purificar y revisar la técnica del piano, cosa que a mí me dejaba tan indiferente como en otras épocas el empaque del maestro Barbera leyendo los partes de guerra.
   Fiore nos escuchó tocar en La Perla y gracias a él encontramos trabajo en la orquesta de Domingo Federico. No era un trabajo permanente, como no lo había sido el de La Perla de Flores, donde sólo nos llamaban cuando alguno se enfermaba o andaba en líos, porque en las típicas todo el mundo jugaba pase inglés, en garitos del centro o en Avellaneda y Wilde. Eso y hacer trabajar mujeres, una o dos y en algunos casos más, como el de Veinteguitas que tenía cuatro minas laburando duro y parejo en una pieza de la calle Brandsen, o Zabala, que tocaba con Tanturi, o Luis Beistegui, de quien se decía que era el dueño de una amueblada en el Bajo Flores.
   En esa época todavía estudiábamos en el Conservatorio y los sábados, pasada la medianoche, cuando no actuábamos en las típicas