Eran de carne y hueso. Posaron sin darse cuenta para que escritores argentinos los pusieran en sus novelas.
Este es el siglo del chisme. Los medios de comunicación no hacen sino difundir las menores noticias de los personajes más famosos, y todo el mundo está encantado de consumirlos. Pero sobre los chismes se han construido algunas de las obras más importantes de la literatura contemporánea. Los personajes reales han sido la fuente de inspiración de muchas de las novelas y de los cuentos más destacados de la historia. Proust, a principios de siglo, escribió En busca del tiempo perdido basándose en figuras de la sociedad de la época, a las que retrató con gracia y agudeza. Truman Capote provocó el abandono de sus amigos cuando contó sus intimidades en Plegarias atendidas, relato póstumo e inconcluso que lo hundió en la soledad y que finalmente lo llevó al suicidio.
En la literatura argentina no faltan los modelos que, sin saberlo, han posado para escritores, ni tampoco escasean lo que tradicionalmente se llaman romans à clef (novelas en clave), en las que cada personaje ficticio corresponde a alguno de la realidad. En ese sentido, entre los autores más interesantes, se encuentran Manuel Mujica Lainez. Sus primeras novelas y series de cuentos trazaban la saga de la sociedad argentina tradicional tal cual él la conoció. Era todavía la época en que las señoras elegantes recibían en sus salones. Muchas de ellas, viudas o solteronas, trataban de casar a sus riquísimas sobrinas a las que presentaban en fiestas de un esplendor que sólo podían permitirse los argentinos. En el París de entonces, para dar a entender que alguien tenía una fortuna fabulosa se decía: "Il est riche comme un argentin" (Es rico como un argentino).
En una de sus novelas más hermosas, Invitados al Paraíso, Mujica Lainez cuenta la vida en una quinta de los alrededores de Buenos Aires a la que son invitados un gran pintor argentino, Silvano, y su aprendiz, Kurt.
Los dueños de casa son una madre, la señora Titi, y su hijo Tony. Viven rodeados por una corte de personajes venidos a menos que los adulan, los divierten y están pendientes de sus deseos. Tony es terriblemente esnob, alardea de la nobleza de sus apellidos -más tarde se comprobará que la señora Titi había sido una prostituta en su juventud y que su sangre azul es una fantasía- y pretende convertirse en un artista. Tony quiere filmar una película de arte a la manera de Visconti.
El personaje de Tony tiene mucho de parecido con uno de los seres más pintorescos del Buenos Aires de los años cuarenta a los sesenta: Arturo Jacinto Alvarez, conocido por el "Tout Buenos Aires" simplemente como Arturito. Hijo de un militar, Arturito detestaba todo lo que tuviera que ver con la carrera castrense y, en cambio, deliraba por el mundo del arte, de las estrellas del cine y por la vida social. Mimado por su madre, sus tías y las amigas de su familia, fue heredando sucesivamente a toda ellas, incluido su padre. De improviso se convirtió en un joven riquísimo y resolvió bajar a la Capital desde Moreno para conquistarla. Y lo hizo.
En su campaña, Arturito derrochó fortunas e ingenio. Era un hombre muy culto, de un gusto exquisito y muy extravagante. Impuso modas como la de ir a comer al restaurante Edelweiss de la calle Libertad después del Colón o de los estrenos teatrales. Convirtió al lugar en una especie de salón privado, donde recibía como un señor en su residencia. Con todo, cierta vez le pidieron que los fines de semana, cuando se mezclaba el público común con aquellos que lo seguían como un Oscar Wilde local, no repartiera besos indiscriminadamente a mujeres y a hombres. Toda una audacia en esos años.
Pero el acontecimiento más deslumbrante organizado por Arturito, y recordado por Manucho en su novela, fue una comida y baile que ofreció en el Hotel Crillon de la Plaza San Martín, entonces muy exclusivo. Arturito había comprado nada menos que el telón pintado por Picasso para el ballet Parade. Ese telón le había sido encargado a Picasso por el empresario de los Ballets Russes, Serge Diaghilev; y la noche del estreno del teatro del Châtelet fue un escándalo en el que participó toda la aristocracia francesa, dividida entre los partidarios de Satie, Picasso y Jean Cocteau -autores de la música, decorado y argumento- y los conservadores.
Arturito colgó el telón de Parade de una de las paredes dl Crillon y como centro de cada mesa colocó un objeto de anticuariado de gran valor. Hizo su entrada en el baile, seguido por una legión de perritos amaestrados caminando en dos patas. Nadie faltó a esa fiesta.
Después de conquistar Buenos Aires, Arturito pretendió repetir su hazaña en París. Se instaló allí y tuvo mesa reservada durante largo tiempo en el Ritz de Place Vendôme. Trató de relacionarse con las personalidades destacadas de la época. Se hizo presentar a Misia Sert, que era la llave que habría todos los salones de París. Pero la ciudad se le resistió y, sobre todo, su fortuna fue mermando. Había comprado cuadros de Dalí, hacía regalos carísimos, compraba a precios escandalosos. Inevitablemente se arruinó, y su ruina fue tan hiperbólica como sus días de esplendor. El hombre que derrochó millones de dólares fue a parar a una institución de caridad en San Miguel, provincia de Buenos Aires. Al fin pareció haber encontrado la tranquilidad traduciendo al español las obras completas de Balzac.
El pintor Silvano de Invitados... está inspirado, por otra parte, en el pintor Miguel Ángel García Victorica, un gran artista, amigo de Manucho, a quien le regaló un espléndido óleo del Castel Sant' Angelo de Roma. García Victorica se apartó de su familia para vivir una vida de bohemia en La Boca, del mismo modo que lo hace Silvano en la novela.
Otro de los personajes más famosos de la literatura argentina, Victoria Ocampo, también ha aparecido en varios relatos, ya sea con su nombre verdadero o con otros apenas disfrazados. Mujica Lainez la menciona en sus libros (Invitados... entre todos), y Pedro Orgambide, en Memorias de un hombre de bien, le dedica un largo capítulilo. El protagonista de esa narración tiene un amor de corte intelectual con la directora de una revista literaria, una mujer bellísima, arrogante y riquísima, Valeria Obligado. Las iniciales, como se ve, son las mismas de Victoria. Como ésta, Valeria recibe en su casa a un filósofo hindú -Rabindranath Tagore en realidad-; baila tango y recorre los suburbios con ansias de s'encanailler.
En Límite de clase, Abelardo Arias también introduce a Victoria bajo otro nombre, como directora de la revista Cúspide. La acción de la novela se desarrolla en un barco que navega hacia Europa. En una de las fiestas, Victoria recita a poetas franceses, tal cual lo hacía en las reuniones de sociedad de los años veinte y treinta, y tal como lo hizo en el Maggio Fiorentino y en el Colón cuando estrenó Persephone, de Stravinsky, con textos de André Gide.
Resulta sorprendente que en sus memorias Victoria Ocampo haya ocultado el nombre de su propio marido, Monaco de Estrada -descendiente de Santiago de Liniers-, y del hombre que fuera el principal amor de su vida, a quien ella designa en La rama de Salzburgo con sus iniciales: J. M. Se trataba de Julián Martínez, primo del esposo de Victoria. J. M. era muy buen mozo y de una suprema distinción. Mujica Lainez contaba que una vez compartió con él un viaje de Mar del Plata a Buenos Aires en el vagón comedor. J. M. era ya un anciano. A la mesa de cuatro se sentó también una muchachita de veinte años, desconocida, a la que J. M., a pesar de su edad, deslumbró y sedujo por completo.
Al comienzo de La bahía del silencio de Eduardo Mallea, el protagonista sufre un accidente y entre la gente que lo asiste se encuentra una mujer muy hermosa -le dice: God bless you (Dios lo bendiga)-, que es para él algo así como la imagen de la Argentina profunda. Durante mucho tiempo se discutió acerca de su identidad; para muchos se trataba de Victoria, con quien Mallea tuvo una larga y atormentada relación amorosa; para otros es el relato de la bellísima y talentosa novelista Carmen Rodríguez Larreta de Gándara.
En su última novela, El placer desbocado, Ernesto Schóó, se inspiró en el pintor Alberto Greco para crear el personaje del artista y poeta Dino Bernini. Greco fue un artista marginal que llegó a tener una gran nombradía durante los años sesenta. Hizo una exposición de camisas rotas, mugrientas, impresionantes como un símbolo de desolación, que conmocionó a Buenos Aires. Su vida fue tan patética como aparece en el libro de Schóó. Terminó suicidándose.
El personaje de Bernini también le debe ciertos rasgos a otro plástico argentino, Nicolás García Uriburu. En un pasaje de la novela, Bernini colorea las aguas de las islas Eolias en Italia como lo hizo García Uriburu con los canales de Venecia.
En Sobre héroes y tumbas, Ernesto Sábato traza el arquetipo de "la" señora gorda. Uno de los personajes episódicos de su novela es una mujer mayor de clase alta argentina que, durante un discusión sobre el comunismo, lanza una frase que parece inventada y que, en cambio, fue dicha por la distinguidísima Mercedes Unzué de Quintana: "Cuando venga el comunismo, me voy a la estancia". Mecha era de una ignorancia perfecta, pero había en ella y en su ignorancia algo de grandioso, de delirante y majestuoso. Fue una precursora -sin saberlo- del humor absurdo. Las anécdotas más graciosas de la sociedad tradicional argentina se le atribuyen a ella y a su hermana Josefina Unzué de Cobo, dueña de la estancia La Armonía, cerca de Mar del Plata.
Victoria Ocampo solía llevar a la estancia de la señora Unzué a todos sus huéspedes ilustres para que admiraran la belleza del campo bonaerense. En cierta oportunidad, fue allí con Waldo Frank, escritor norteamericano de origen judío. Josefina Unzué había dado órdenes a su mayordomo que, en el hall de la casa, siempre hubiera algún detalle que hiciera alusión al pasado, al presente o a las ideas de los invitados. Cuando se entreó que Victoria llevaba Frank, supuso que era un escritor o pintor alemán. Y como todo eso se desarrolla durante los años treinta, ella y el mayordomo pensaron que se trataba de un nazi -una ideología como cualquier otra-; por el cual sobre una mesa había un gran retrato de Hitler, que les provocó un ataque de rabia y desconcierto tanto a Frank como a Victoria.
Y hay más. En otra ocasión, un grupo de intelectuales, también reunidos por Victoria, discutía en la casa de Mecha Unzué acerca de la Biblia. De ponto alguien dijo: "Después de todo, no hay que olvidarse de que Jesús era judío" Entonces Mecha, que hasta entonces estaba dormitando porque el tema no le interesaba, se despertó como picada por una avispa para exclamar: "Pero cómo va a ser judío, Jesucristo, si era de lo mejor de Jerusalén; descendía del rey David". La última: "De vuelta de Europa tardamos dos días menos que a la ida. Claro, veníamos mundo abajo".
La clave de la historia de la literatura argentina son numerosas. Prácticamente cada novela o poesía fue inspirada por una circunstancia o por un personaje reales. En muchos casos, esos hechos y esos seres fueron incluso más novelescos o poéticos que en la ficción. Historias como las de Arturito Alvarez o la de las hermanas Unzué esperan aún un cronista que las registre en un libro. Sería una obra de enorme valor documental. La fuente del arte es, en definitiva, la vida cotidiana. Y ella también merece un homenaje.